Pocos países tienen una historia tan cargada de simbolismo, misticismo y contradicción respecto al tatuaje como Japón. En sus orígenes, grabarse la piel no era una moda ni un crimen, sino una ceremonia, una marca de identidad, un acto profundamente espiritual.
El tatuaje japonés, conocido como “irezumi”, tiene raíces que se pierden en la niebla del tiempo. Ya en el período Jōmon (alrededor del 10.000 a.C.), los pueblos originarios del archipiélago utilizaban decoraciones corporales, y aunque no hay evidencia directa de tatuajes permanentes, las figuras de cerámica sugieren una cultura visual que podría haber incluido el cuerpo como lienzo.
Fue en el período Yayoi (300 a.C. – 300 d.C.) donde aparecen los primeros registros documentados. Crónicas chinas relatan que los habitantes de Japón utilizaban tatuajes con fines decorativos o rituales, relacionados con la pesca y la protección espiritual.
Sin embargo, el arte que una vez fue honorífico, con el paso de los siglos, se fue cargando de otra connotación. Durante el período Edo (1603-1868), cuando florece la cultura urbana en ciudades como Edo (actual Tokio), Osaka y Kioto, el irezumi se convierte en un arte majestuoso. En ese contexto aparecen los tatuajes de cuerpo entero, con escenas mitológicas, samuráis, dragones, flores de cerezo y elementos del folklore japonés, realizados por verdaderos maestros con pigmentos naturales y herramientas tradicionales como el tebori (tatuaje a mano).
Pero también fue en este período donde el tatuaje comenzó a ser usado como forma de castigo judicial. Los criminales eran marcados en la cara, el brazo o la frente, no como adorno, sino como señal de vergüenza. Esa mancha —literal y simbólica— caló hondo en la cultura. Con la llegada de la era Meiji (1868-1912), en su afán de modernizar y occidentalizar al país, el gobierno prohibió oficialmente el tatuaje, intentando borrar de la piel lo que consideraban salvaje o bárbaro.
Desde entonces, y por décadas, el tatuaje quedó relegado a los márgenes. Pero como ocurre con toda expresión cultural profunda, nunca desapareció. Se refugió en los barrios bajos, en la clandestinidad, y más tarde fue adoptado por los miembros de la yakuza, la mafia japonesa, que lo convirtió en un símbolo de pertenencia, poder y resistencia.
Esa asociación —tatuaje igual a crimen— persistió en el imaginario social japonés durante todo el siglo XX. Hasta hoy, en muchos onsen (baños termales), gimnasios, hoteles y playas, los tatuajes aún son mal vistos o directamente prohibidos.
Pero algo está cambiando.
En las últimas décadas, especialmente con la globalización, la llegada del turismo y el auge de las redes sociales, una nueva generación de japoneses y artistas internacionales comenzó a reivindicar el irezumi como arte. Estilos modernos, minimalistas o de líneas finas conviven con el tradicional tatuaje de cuerpo completo, respetando su esencia pero abriéndolo a nuevas audiencias.
El punto de inflexión llegó en 2020, cuando la Corte Suprema de Japón dictaminó que los tatuadores no necesitan una licencia médica para ejercer, reconociendo al fin su trabajo como arte y no como práctica clínica ilegal. Fue la victoria de la tinta sobre el prejuicio. Fue la piel reclamando su derecho a contar historias.
Hoy, Japón vive una nueva etapa. Estudios como Studio Muscat, Chopstick Tattoo o Three Tides Tattoo reúnen a artistas de renombre mundial. Y nombres como Horikazu, Eiji Fujisawa o Mii Ink llevan la estética japonesa al mundo con técnicas tradicionales y nuevas narrativas visuales.
El tatuaje en Japón ya no es sólo un acto personal. Es una declaración cultural. Es la fusión de lo ancestral con lo contemporáneo. Es el grito silencioso de una generación que ya no se esconde.
Es, como siempre fue, arte bajo la piel.